Con la escalada del dólar blue a $ 880, el salario promedio de Argentina se derrumbó a U$S 345, menos que al fin de la convertibilidad. En 2017 había llegado a los U$S 1832 dólares.
345 dólares. Medidos en billetes blue, el salario promedio de un trabajador argentino se aniquiló esta semana, tras la suba del dólar informal a 880 pesos y de todos los tipos de cambio alternativos que sin éxito intenta controlar el Banco Central.
Así, un trabajador argentino tiene ingresos hoy equivalentes apenas a 345 dólares. La cifra es aún más baja que el último piso que había tocado en la fatídica crisis del 2001, cuando descendió a 419 dólares.
Es más, perforó incluso la marca de los 411 dólares del Rodrigazo de 1975, aunque todavía está arriba que en la hiperinflación de Raúl Alfonsín, cuando se derrumbó a 134 dólares. Si la comparación se hace contra el máximo alcanzado, hay que ir hasta 2017, cuando el salario promedio alcanzó a 1.832 dólares, según el economista Fernando Marull. Desde entonces, cayó 81%. Y la marca máxima anterior está en la convertibilidad: va subiendo hasta el ‘96 para luego empezar a caer y derrumbarse tras la salida de ese régimen monetario.
“El salario promedio hoy está en 320 mil pesos, son menos de 350 dólares. Es mentira el tipo de cambio oficial de 350 pesos porque no es accesible, entonces en términos de dólar blue el salario cae a dos mangos”, sintetiza el economista Jorge Colina, del centro de estudios Idesa.
La estampida del blue se explica por varios factores: nadie quiere vender y hay poca oferta, el campo liquida menos, las elecciones del 22 de octubre próximo representan una gran incertidumbre, el dólar oficial a $ 350 quedó atrasado, el “plan platita” del ministro y candidato presidencial Sergio Massa sigue agregando pesos que todo el mundo se quiere sacar de arriba y la inflación presiona. Especialmente la inflación.
Por más que la Subsecretaría de Programación Económica se empeñe en mostrar que se está desacelerando (la de la última semana de septiembre fue de 1,3% frente al 1,7% de la anterior) está aún en niveles muy altos y todavía le falta acusar la suba reciente de los dólares alternativos. Hoy el MEP es la referencia que se usa para fijar precios en la economía, dado que los 350 del oficial son testimoniales, de difícil y privilegiado acceso.
El viernes 11 de agosto, en la previa de las primarias, el MEP estaba en 540 y el blue en 605. El MEP cerró el viernes en $812,75, lo que representa una suba del 50%. En tanto, desde el viernes previo a las Paso el informal acumula un aumento del 45%.
Todo ese cuadro de inestabilidad cambiaria con ingresos cada vez más liquidados por la inflación conforma un combo complejo en la previa electoral.
“Estoy cansada de que todo sea tan injusto, que no me alcance, que tenga que trabajar cada vez más horas para mantener lo mismo”, dice Sandra, una odontóloga a quien más de una vez se le cruza dejar la profesión y hacer otra cosa más rentable y, sobre todo, menos estresante. “Tenemos trabajo y no alcanza, está todo caro, por más que trabajemos los dos no vivimos bien. Y si bien tenemos nuestra casa, comemos y la vamos piloteando, no estamos como nos gustaría estar”, dice Emilio, empleado en una industria local. La semana pasada, la cuota del jardín de una escuela de zona norte pasó de 23 mil a 35 mil. Los dejó fuero de escuadra.
“La inflación es hoy el principal problema, porque crece primero, el salario luego acompaña, pero ajusta tarde”, indica Colina. “Esa depreciación del salario real es lo que explica hoy que se mantenga el empleo, porque el empleador primero levanta el precio y después ajusta el salario”, agrega.
Esa es quizás la gran diferencia de esta crisis con la de 2001. Si bien los contextos macroeconómicos no son similares (entonces no había inflación, los ahorros estaban acorralados, el déficit fiscal era aún mayor y el FMI no auxiliaba a la Argentina) en la calle hay trabajo. No alcanza, pero hay.
“Estamos en una situación de crisis, pero ‘estabilizada’ por un factor importante: la propia dinámica inflacionaria genera trabajo en los sectores populares. El hecho de que haya trabajo, -informal, precario o changas- y que al mismo tiempo la actividad económica no esté cortando su cadena de pagos hace que la crisis no sea catastrófica”, dice Agustín Salvia, director del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la Universidad Católica.
“Hay una situación de aumento de las privaciones económicas de los hogares y achicamiento de su capacidad de consumo pero hay trabajo y el trabajo genera contención, la gente todavía se levanta, va a trabajar y piensa que la cosa puede cambiar”, resume.
Recuerda el corte de la cadena de pagos en el 2022, que derivó en cierre de empresas y expulsión de trabajadores. “Eso generó un proceso de empobrecimiento por pérdida de la fuente de trabajo, acá el empobrecimiento es por la alta inflación”, remarca.
Efectivamente, el país registró cifras mínimas de desempleo (6,2% en el segundo trimestre del año) pero con un tercio de los ocupados en situación de pobreza. El 35% de los ocupados no cubre el costo de una canasta total individual y el resto la pelea todos los días para estar en la línea de flotación. “La clase media está en eso: en resistir para no perder su condición de clase. La clase media hoy está luchando para no dejar de ser clase media”, apunta Guillermo Oliveto, especialista en consumo.
Sandra y Eduardo, entre dejar la profesión y dejar el país
Sandra es odontóloga, al igual que su marido Eduardo y su hermano Gabriel. Los tres comparten un consultorio y a los tres, cada tanto, los interpela esta Argentina que duele y en la que sienten que la reman todos los días en dulce de leche.
“No me alcanza. Antes tenía más proyectos de hacer cosas, de cambiar el auto, arreglar la casa o el consultorio, cambiar los equipos del consultorio, tenía expectativas. Pero ahora me siento como en la híper, que no sabíamos qué pasos dar”, dice esta profesional con 27 años de trayectoria y más de ocho horas diarias de trabajo, todos los días.
“Tengo inseguridad económica porque no me alcanza, tengo inseguridad social, tengo miedo de salir a la calle, estoy frenada”, dice.
“Yo soy odontóloga, no especulo, ni pretendo hacerme rica con mi trabajo. Me gusta mi profesión, pero estoy enojada con todo”, admite. Cuenta que su esposo estuvo revisando las boletas con los precios del composite dental que usan para los empastes y verificó un aumento del 200% en el año. “Me acaban de pasar un presupuesto de materiales por 90 mil pesos, el mismo presupuesto que había comprado hace tres meses a 25 mil. ¿Cómo hago para pasarle eso al paciente?”, se pregunta.
Es tal la desazón que ella evalúa dos cosas: dejar la profesión para hacer otra cosa o irse del país.
“He pensado en hasta salir a pintar casas. Una sobrina se recibió de arquitecta y hablábamos de que se necesita hacer un buen final de obra y hasta pensé en poner una cosa así”, reconoce. Dice que su marido y su hermano dicen que no, que lo que hacemos es lo que sabemos hacer, pero repite una y otra vez que está cansada, que los pacientes muchas veces son ingratos y que el Estado los deja siempre afuera: ni siquiera los monotributistas entran para el reintegro del IVA.
“Tengo mi viejo que es grande, tiene 84, pero le pregunté el otro día si se iría y me dijo que sí, me dijo que estaba cansado de esto, es la primera vez que lo escucho decir eso”, admite y confiesa que en su interior crece la bronca.
“No me alcanza”, la conclusión de Mercedes
Mercedes tiene 67 años y es jubilada de la Provincia como administrativa del sector salud y dice, abiertamente, que la está pasando muy mal. Está enojadísima con los recortes que el gobierno de Juan Schiaretti les fue haciendo a los jubilados de la Caja provincial. “No me alcanza”, dice.
Vive sola, no tiene hijos. Alquilaba, pero cuando le tocó renovar el contrato ya no lo podía pagar. Literalmente: no podía pagar nada para vivir. “Apareció un hada madrina que es mi prima, mi ángel, que vendió unas propiedades y compró algo de un ambiente en el centro, y me lo dio en comodato”, agradece.
“La pasé muy mal hasta este año”, insiste la mujer.
Cuando se jubiló, en 2016, planeaba hacer un montón de cosas, como siempre había planeado para después del retiro. Se anotó en la Alianza Francesa, pero el año pasado ya no la pudo pagar más.
“Me pagaron la cuota mis compañeros, pero este año no me anoté porque no podía permitir que me la siguieran pagando ellos”, se lamenta.
Dice que redujo sustancialmente la calidad de vida y que las deudas con Bancor la están matando. Cobra 220 mil pesos, pero le queda la mitad después de todos los descuentos. “En ese momento que estaba tan desesperada tomé un préstamo, después el descubierto, tenía que buscar recursos en mi desesperación, pero ahora me están matando”, dice.
“Tenemos trabajo pero no estamos bien”
La vida de Emilio y Cecilia es, literalmente, un tetris. Él tiene 43 y trabaja en una fábrica de gaseosas, dos semanas turno tarde, dos semanas turno noche. Pidió libre la mañana, porque despierta a los chicos, lleva a Bruno al jardín, al mediodía busca al abuelo paterno, juntos retiran a Bruno del cole, almuerzan y a la tarde deja a Benja en la guardería. Ella, de 42, se levanta a las 5, prepara cosas y sale a su trabajo, un consultorio médico en el centro. Trabaja nueve horas, más una de ida y otra de vuelta en colectivo.
“Eso la mata, porque nunca hay lugar, es cansador”, dice él. Él la acompaña a la parada y se encarga de los quehaceres de la mañana, a la tarde cuida el abuelo y a la 18 ella retira a Benja de la guarde y sique la posta. El turno noche es matador, porque llega cansado y sólo puede dormir a la mañana si el bebé hace un sueñito de media mañana.
Su trabajo es temporario: este año empezó en septiembre y tiene contrato hasta marzo, con suerte abril. Hace un tiempo probó suerte en España y con unos euros que trajo se compró un auto y una patente de remise. “Tengo un chofer cuando trabajo en la fábrica y cuando no, lo agarro yo”, dice.
Están cansados. “Hace años que no tomamos vacaciones, rara vez comemos asado y como mucho, mucho, una vez al mes comemos algo afuera porque se complica mucho”, dice.
Lidian con las deudas en la tarjeta de crédito. “El súper son 100 mil pesos, y entonces es tanto que tenés que tarjetearlo y después se acumula y se complica mucho”, reconoce. Agradecen la casa que tienen hace 10 años con la cooperativa Horizonte. El jardín del más chico les cuesta 40 mil pesos al mes y la cuota de la escuela del más grande pasó de 23 mil a 35 mil en un mes.
“Uno siempre tiene la esperanza de que va a cambiar en algún momento, pero van pasando los años y cuesta mantener esa esperanza. Siento mucho estrés, hay cada vez que trabajar más y entonces tenemos menos tiempo para estar en casa en familia. Sabés que se te vence la cuota de algo y estás pensando en eso, no se puede comprar una rica comida porque no la podés pagar”, se lamenta.
Reconoce que siempre están tapando huecos. “Tenemos trabajo y no alcanza, está todo caro, por más que trabajemos los dos, no vivimos bien… tenemos nuestra casa, comemos, pero la piloteamos, no estamos como nos gustaría estar. No podemos salir el fin de semana a disfrutar las sierras”, admite. Los hijos los desvelan: “Pienso si van a poder estudiar, tener una vida digna, trato de darles una buena educación, pero nada alcanza”, dice.