Se ve obligado a aplicar un duro ajuste fiscal por los desajustes que le dejó el ex mandatario.
Lula da Silva, dos meses después de haber asumido por tercera vez el gobierno de Brasil, marcha sobre un terreno delicado. No puede evitar pisar el campo minado que, en gran medida, le legó su antecesor, especialmente en el espacio económico.
La contradicción esencial consiste en los costos políticos que supone reparar el edificio fiscal que Jair Bolsonaro dejó dañado por un racimo de gruesas medidas populistas. Como pueden probar muchos países de la región, ignorar esos rojos asegura un descalabro paulatino de la economía. Es lo que en Brasil describen como la pesadilla argentina.
Este debate acaba de dispararse con la decisión de reimponer los impuestos a los combustibles que el ex presidente de ultraderecha había eliminado con vistas a mejorar su imagen electoral.
La maniobra le sirvió para reducir artificialmente la inflación por el encadenamiento a la baja de precios generales que produjo la medida. Pero de ese modo privó al Tesoro de 52.900 millones de reales, unos 9.900 millones de dólares anuales. Un movimiento demagógico semejante al que potenció con los planes de asistencia social con fecha fija en las urnas.
Se sabe que esas operaciones no le dieron resultado, aunque perdió por poco las elecciones. En el ala política del PT, este escenario genera un lógico desconcierto.
La circunstancia de llevar adelante un ajuste de los números del Estado promovió un duro cruce interno entre sectores, como el que lidera el ministro de Hacienda Fernando Haddad, que urgen resolver esas distorsiones, y aquellos que sostienen que hacerlo produciría costos sociales y políticos y comprometería la popularidad y estabilidad del gobierno en sus primeros meses.
En esos espacios que ven al PT como lo que hace mucho dejó de ser, descreen de que haya peligro de bajo crecimiento y alta inflación si se mantienen esos subsidios. Proponen, en cambio, un Estado más intervencionista que regule los precios. Envueltos en esas concepciones, miran con desconfianza el campamento de Haddad cuyos puntos de vista, para peor, coinciden con los del mercado.
El desafío del déficit fiscal
El ministro, a quien se ha señalado durante la campaña electoral como el heredero político del líder petista, se opuso desde el primer día a mantener esas exenciones. Había anunciado que las eliminaría apenas arrancaba el nuevo gobierno.
Haddad necesita reducir un déficit calculado en torno a 220 mil millones de reales, cerca de 40 mil millones de dólares. La normalización de los combustibles supone un quinto de esa cifra.
Lula inicialmente ignoró la opinión de Haddad y en su primera decisión como presidente, tras asumir el 1 de enero, firmó un decreto que prorrogó por un año las excepciones para el diésel, biodiesel, el gas hogareño entre otros insumos considerados populares y de dos meses para las naftas y el gas que usan los vehículos.
El plazo para estos dos últimos rubros, que involucran de modo neto a la billetera de la amplia clase media brasileña, venció el martes de esta semana.
Los sectores duros del PT habían criticado esos lapsos que consideraron estrechos y reclamado que la costosa excepción debería ser de un año al menos y para todos los productos. Esa prórroga fue una de las causas del derrumbe de los mercadosel lunes siguiente a la asunción del mandatario.
El ala más rígida contra cualquier cambio la encabeza la titular del partido, Gleisi Hoffmann, quien sostiene que de este callejón se sale con la revisión de la política de precios de la semiestatal Petrobras, que los alinea con los valores internacionales.
La dirigente, quien también concentra la principal línea de fuego contra el Banco Central y sus altas tasas de interés, argumenta que el regreso de los impuestos impactaría efectivamente a los sectores medios e incumpliría compromisos de la campaña electoral.
Pero, como recordó recientemente el prestigioso Folha de Sao Paulo, el principal compromiso de Lula en la campaña fue excluyentemente incluir a los sectores más humildes en el presupuesto para aliviar sus calamidades.
“La exención promovida electoralmente por Bolsonaro va en contra de esta orientación. Es un subsidio con un costo muy alto que no distingue a ricos y pobres y beneficia principalmente a los primeros, a costa de un mayor descontrol fiscal, y de más inflación” en el mediano plazo, escribió.