Si la empresa política y cultural encarada por Mitre, el campeón del republicanismo liberal, había interpelado a las provincias del interior preservando el liderazgo porteño, habrían de ser los escritores de provincias quienes imbricaron las historias locales en la historia de la revolución que había dado origen a la nación. Ningún componente contradictorio a la imagen ascendente, homogénea e incluyente de la nacionalidad argentina encontrará quien emprenda la lectura de la obra de Damián Hudson, Recuerdos Históricos de la Provincia de Cuyo.
La evocación de cada 25 de mayo de 1810 invita a reflexionar sobre el mito de origen de la nación argentina. Para algunos, los sucesos y decisiones políticas de los hombres de mayo expresan la vocación de una nación preexistente que pugnaba por nacer; para otros, la formación de la Primera Junta erigida en Buenos Aires operó como punto de partida del lento y atribulado proceso de construcción del Estado-nación.
No es sencillo deshilvanar la madeja de significaciones depositadas en aquel acontecimiento político que electrizó las almas en la jurisdicción virreinal. La dificultad reside ante todo en las percepciones que tuvieron los mismos contemporáneos del momento revolucionario que vivían, como de la centralidad adquirida por los sucesos de mayo en la estructuración de los relatos que se ocuparon de historiarlos. En torno a la primera, los registros abundan, y quizá valdría la pena destacar dos aspectos del ciclo político y guerrero comprendido entre 1810 y 1820: de un lado, la expansión del lenguaje revolucionario que envolvió incluso a los adversarios del llamado “sagrado sistema de la libertad”, -una bella expresión de época que sintetizó el vehículo de transmisión de la fe religiosa a otra secular o política- en pos de la difusión de preceptos liberales y del principio de soberanía popular como sustrato de la nueva legitimidad política refractaria de la defendida por los partidarios del rey y la monarquía española. Del otro, el sinuoso recorrido de la revolución en la jurisdicción heredada del virreinato rioplatense a raíz de conflictos territoriales, políticos y sociales ya en curso al momento de su irrupción, o suscitados en relación con ella, que llevó la guerra más allá de sus fronteras. Uno y otro ponen de relieve que el proceso político que sigue a mayo de 1810 constituye un momento de ruptura frente al orden preexistente que, si bien fracasó en organizar un régimen político estable, no por ello deja de exhibir los avatares de una comunidad política independiente, las Provincias Unidas de Sudamérica, que colapsó en 1820.
A partir de entonces, la revolución como idea y experiencia quedó en suspenso porque le atribuyeron el origen de los males que había despezado el nuevo país. Serían entonces los jóvenes de la generación romántica quienes hicieron de ella el núcleo fundacional de la narrativa nacional en las décadas que siguieron a la caída de Rosas y el proceso de unificación nacional. Allí están las versiones ofrecidas por Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López, los padres fundadores de la historiografía argentina. Pero si la narrativa de López habría de historiar el ascenso y la agonía de la “burguesía liberal” que había liderado la revolución, Mitre hizo de la nacionalidad argentina el sujeto principal de la representación del pasado nacional que perduró por casi más de un siglo. Recordemos los principales hitos de su narrativa: en 1857 publicó un primer bosquejo de la vida de Belgrano en la Colección de Celebridades argentinas, un conjunto de biografías dirigido por Juan María Gutiérrez, cuyo éxito editorial impulsó la publicación de una nueva versión ampliada en 1859. Más tarde, en 1877, ofreció la versión definitiva de la Historia de Belgrano y de la independencia argentina que sería reeditada en 1887, sumando la monumental Historia de San Martín y la emancipación americana en la que proyecto la revolución rioplatense a escala continental.
Entre su primer escorzo biográfico y su última empresa historiográfica, Mitre dio forma a una perspectiva de la revolución rioplatense cada vez más ecuménica orientada a integrar a todos los sectores sociales y fuerzas regionales en el origen de la nación. En ese escenario ubicó actores principales y secundarios: por un lado, las minorías ilustradas porteñas, conductoras naturales de la revolución; por otro, el “populacho” o “el pueblo que esta en la plaza y no discute”, que era la reserva de la revolución junto a las regiones del interior. A su vez, la revolución de independencia daba lugar a dos escenas: una clásica, culta y cosmopolita que mira al exterior, la otra, originaria y plebeya, más radicalmente democrática. En Mitre las razones de la singularidad rioplatense eran preexistentes a la revolución cuya clave se visualizaba en la combinación de particularidades geográficas, componentes étnicos de poblamiento y condicionamientos históricos que explicaban la existencia de la “sociabilidad argentina” que había nacido republicana y democrática.
Pero, si la empresa política y cultural encarada por el campeón del republicanismo liberal había interpelado a las provincias del interior preservando el liderazgo porteño, habrían de ser los escritores de provincias quienes imbricaron las historias locales en la historia de la revolución que había dado origen a la nación. Ningún componente contradictorio a la imagen ascendente, homogénea e incluyente de la nacionalidad argentina encontrará quien emprenda la lectura de la obra de Damián Hudson, Recuerdos Históricos de la Provincia de Cuyo, que entre 1863 y 1872, ganó visibilidad en entregas periódicas de la Revista de Buenos Aires. Lo hizo después de haber vivido el exilio en Chile y de llegar a Mendoza para enrolarse entre los promotores de la organización constitucional de la provincia y el país; por lo que desempeñó cargos en Paraná y Buenos Aires, contribuyendo al montaje estadístico de la república en ciernes. En ese lapso, Hudson había accedido a las dos primeras ediciones de la Historia de Belgrano, en las percibió que ninguna cumplía los requisitos de una historia de la república, en la medida en que poco habían reparado en el papel de Cuyo como sostén del proceso revolucionario, y en el de San Martín como artífice principal. Insertar la historia de Cuyo en la gesta sanmartiniana, asumiendo las voces que le venían de aquel pasado heroico -que coincidía además con la revalorización de la figura de San Martín en Santiago de Chile y en Buenos Aires-, le permitía no sólo rescatar sucesos provincianos olvidados, sino que también le brindaba una ocasión óptima para mostrar la manera en que los pueblos cuyanos habían asumido la revolución como propia, más allá del acta de fundación porteña.
Sin ninguna pretensión erudita, Hudson se propuso arrojar “luz y verdad” para que las nuevas generaciones accedieran a la experiencia histórica y política de sus mayores. Con ello no sólo pretendía fomentar identidades socio-culturales del terruño; en su lugar, tenía como meta dar a conocer sucesos que los más jóvenes poco y nada conocían del papel desempeñado de cada pueblo cuyano al momento de “verificarse tan grandiosa revolución”. Hudson advertía que, si esos fenómenos carecían de “la magnitud e importancia con que se desarrollaron en la capital”, no dejaban de tener “un verdadero interés histórico, viniendo a ser la clave, por decirlo así, que servirá al estudioso en sus investigaciones para darse cuenta del rápido y poderoso impulso que aquella recibió de sus esforzados autores y del gran pueblo”. De modo que, nuestro autor si bien traducía tópicos de la historia política o estatal distintiva del siglo XIX, el relato y los documentos que lo estructuraban enhebraban conexiones necesarias entre presente, pasado y futuro, con el firme propósito de desviar el núcleo del esquema interpretativo propuesto por los historiadores de la Revolución. En otras palabras, la estrategia narrativa de Hudson interpelaba una historia de la revolución, y si bien aceptaba su origen porteño, dicha certeza no implicaba que su éxito no hubiera dependido de la participación de las provincias en la construcción de la nacionalidad argentina, por lo que el acontecimiento de 1810 tenía que abandonar su nombre de pila.
Dicha convicción lo condujo a invitar a otros estudiosos del interior para que emprendieran tareas semejantes con el fin de que sirvieran “a dar mayor acopio de luz y verdad al que ha de escribir la historia general de la República Argentina”. Para entonces, la trayectoria de la antigua provincia del Paraguay había sido narrada por Antonio Molas y la de Santa Fe había sido historiada por Urbano de Iriondo. Sería después de 1880 cuando las crónicas, memorias e historias provinciales obtendrían mayor difusión en el catálogo de libros y periódicos editados en cada provincia y en Buenos Aires. Un proceso que, no casualmente, iba a coincidir con la unificación del país federal, la preeminencia de la autoridad y el Estado nacional, la expansión de la cultura impresa, la creciente formación de nuevos públicos lectores gracias a las políticas de alfabetización y las posteriores reacciones sobre la urgencia de preservar tradiciones literarias y orales locales ante la irradiación de la cultura cosmopolita de la capital. Así, en 1898, los recuerdos del Cuyo revolucionario y posterior a 1820 del recordado Hudson, fueron editados en dos volúmenes como obra póstuma constituyéndose en zócalo fundacional de la historiografía mendocina y cuyana.
* La autora es Historiadora. Conicet y UNCuyo