El presidente estimó ante un periodista extranjero que en Estados Unidos la inflación es del 900 por ciento. Alberto es una rara avis: un presidente que desconoce cómo comparar porcentajes.
Alberto Fernández suele manifestarse a menudo como un matemático adepto a la teoría del caos. En más de una ocasión explicó que el mundo es un sistema complejo e impredecible; tan dinámico y sujeto a interacciones imponderables que el aleteo de una mariposa puede al fin provocar un maremoto. Su versión propia de esa dogmática fue expuesta hace poco, cuando habló en la última cumbre de presidentes del Mercosur: un estornudo en Moscú provoca resfríos en Argentina.
Aunque opinable, esta convicción debería haberlo conducido para actuar como gobernante con extrema cautela, a fin de preservar a los argentinos de tanto cataclismo en cierne. Pero la verdadera aritmética de Fernández es más caótica de lo que parece.
El país se acerca a una inflación del ciento por ciento. Para relativizar la gravedad del problema, el Presidente estimó ante un periodista extranjero que en Estados Unidos la inflación es de 900 por ciento. No fue un furcio. Ya lo había dicho en su discurso en aquella misma cumbre del Mercosur, ante un auditorio de mandatarios sorprendidos por la rara avis: un presidente que desconoce cómo comparar porcentajes.
Massa y las expectativas
Es comprensible entonces que Fernández no registre acabadamente que más del 70 por ciento de la población desaprueba su gestión. Un rechazo que sube en rojo otros 10 puntos entre los menores de 40 años, según el estudio más reciente de la encuestadora Management & Fit. Para entender todo sin el dialecto porcentual de Fernández conviene imaginar en espejo las reflexiones de Sergio Massa. Esa misma encuesta revela que las expectativas futuras sobre la economía volvieron al piso de 60 puntos negativos que había construido Martín Guzmán.
Este registro debe ponerse en perspectiva con otros números que indican el pulso político de la gestión Massa. La inflación de agosto -anclada en la friolera del siete por ciento- y en especial las estimaciones con las que el ministro de Economía prepara el presupuesto del año entrante están confirmando una presunción que Massa se esmeraba en ocultar: no tiene un plan de estabilización inflacionaria. Sin esa expectativa, en términos políticos, Massa comienza a repetir a Guzmán.
El borrador del presupuesto presentado por el superministro es un dibujo que ningún experto suscribe. Incluso si se operase el dudoso milagro de su cumplimiento, Argentina continuaría entre los 10 países con más inflación en el mundo caótico que describe Alberto Fernández. Con un 60 por ciento anual, apenas le cedería el sexto puesto a Sri Lanka, célebre hace unos meses por la socialización compulsiva de la piscina existente en su residencia presidencial.
Víctima y culpable
El impacto político de la corrosión inflacionaria explica también el curioso contexto en el cual se debate ahora la vicepresidenta Cristina Kirchner. En cualquier encuesta, más del 60 por ciento la identifica como la figura de mayor influencia efectiva del Gobierno nacional. Pero el ataque del que fue víctima a principios de mes no incidió en una mejora de su imagen pública.
También asoma para ella un nuevo giro del momento político. Su aparición junto a sacerdotes católicos y su insinuación declinatoria sobre una postulación presidencial en 2023 -según dijo, no la seduce- puede que sea una de las últimas desde el lugar sacrificial en el que la puso la agresión de Fernando Sabag Montiel. Si cumple con su anticipo, la vicepresidenta regresará a la voz pública con su última palabra en el caso Vialidad. Su disputa con el fiscal Diego Luciani parece estar perdida según los sondeos de opinión: más de un 60 por ciento la cree culpable de una colusión organizada con Lázaro Báez.
Con todo, Cristina es la dirigente con mejor imagen de su bloque político. Pero ingresa en el ranking general a la cola de ocho dirigentes del espacio opositor. Para el Frente de Todos, la inflación ha funcionado como una demoledora de candidatos. En el mejor de los casos, la inflación presupuestada por Massa para el año electoral no sería más que el remache de esa conclusión.
Esta realidad insoslayable para el Gobierno es la que está agitando el debate de las normas electorales. Sin candidato nacional propio a la vista, los gobernadores que se avisparon a tiempo eliminaron las elecciones primarias y anticiparán su calendario de votación general. No todos pueden. Las Paso también son espacios donde buscan emerger sus rivales internos. El reclamo viene subiendo entonces hasta la Casa Rosada, que no descarta obtener en el Congreso Nacional el número necesario para voltear las primarias nacionales de agosto. Para la principal oposición el tema es central. Siempre descansó en las Paso como único método ordenador dentro de un espacio que se mantuvo unido por la vigencia de esa expectativa.
La discusión de las reglas electorales traerá a la política de regreso. De la mística, a las cosas. De la propuesta genérica de un diálogo tras el ataque a Cristina, para reconstruir un consenso sistémico; a la picardía más pedestre de un poroteo de bancas para ver si alguien patea el tablero legislado para la resolución de internas.
En esa estampida electoral es donde aplica la ansiosa aritmética del caos que profesa Alberto Fernández: puede hace crecer a mucho más del 900 por ciento, el aumento del aumento, el índice general de desconfianza.