Con una sensibilidad a flor de piel, Raúl Cabanay (69) desnudó su alma en una entrevista. El tesoro de este jachallero son la familia, un asado con amigos, la guitarra y su gran amor: Nilda. Los afectos son lo más valioso en su vida y no necesita más para ser feliz.
Vendió diarios, lustró zapatos y fue sodero. Nació en el departamento Jáchal, al norte de la ciudad de San Juan, y su casa estaba en el centro de la comuna. Es el tercero de seis hermanos. Angela Rosa, la mayor que fue maestra recibida en la Escuela Normal de Jáchal, le sigue “Manolo” (Manuel) que empezó a trabajar desde niño en una imprenta que estaba al frente de la vivienda familiar, después viene Miguel que reside en la Provincia de Mendoza y, por último, dos hermanas que se fueron a vivir a Entre Ríos.
“Vengo de una familia muy humilde, mi padre fue oficial albañil y terminó su educación primaria siendo muy grande. Los valores que tenía como, por ejemplo, honestidad, esfuerzo y solidaridad me calaron muy hondo. Cuando tuve que venir a estudiar a San Juan, mi papá fue sincero diciéndome que podía ayudarme con algo pequeño y ese dinero me servía solamente para alquilar una pieza compartida con piso de tierra y para pagar el comedor universitario. Yo volvía cotidianamente a Jáchal porque desde niño he sido bastante emprendedor. En la primaria ya vendía diarios y el trabajo de sodero me quedó muy grabado porque ya era un adolescente y todos los fines de semana, cuando volvía a Jáchal después de cursar en la Facultad, lo seguía haciendo para ganarme unos pesos más”, dijo Raúl Cabanay con la voz entrecortada porque reconoce que hablar de su infancia, donde la figura paterna lo marcó, lo emociona.
Su papá Segundo Genaro se levantaba de madrugada y por unas huellas salía pedaleando su bicicleta para llegar a las seis de la mañana a los puestos rurales donde se construían escuelas. A las dos de la tarde terminaba su jornada laboral y llegaba a las cuatro para almorzar con su esposa Rosa Lucía que lo estaba esperando. Pasaba de largo, no dormía la siesta. Es que había que levantar la casa y lo hizo junto a sus hijos que, por entonces, aún eran niños.
“Fue una vida de mucho esfuerzo, pero muy armónica. No recuerdo haber escuchado a mis padres discutir. Mi mamá se encargaba de hacer los milagros en la cocina. Criábamos gallinas y con una gallina sacábamos cuatro comidas. Éramos muchas bocas que alimentar.”, relató. Su papá, que toda la vida fue muy sano, murió en el 2010 con 88 años porque su cuerpo se deterioró tras una operación de vesícula y una neumonía. La madre, que era hija de libaneses, murió cinco años después.
El folclore y la guitarra acompañaron la adolescencia del empresario. “Nos juntábamos como veinte en la casa de un amigo o debajo del puente del Río Jáchal, comprábamos una damajuana de vino y tocábamos la guitarra. También salíamos a dar serenatas”, dijo el jachallero que cree que la música es una caricia al alma. En Jáchal le quedaron pocos amigos porque “muchos ya se fueron, han muerto”, y a su departamento natal viaja una vez al mes para visitar a sus hermanos Manolo y Cristina.
EL AMOR DE SU VIDA
Nilda Mendoza cumplía 13 años y ese día Raúl Cabanay llegaba a su casa porque un amigo le pidió que fueran a dar una serenata. Él tenía 21 años, era estudiante universitario y, como tenía poco repertorio, cambió la serenata por una canción de protesta. Pasó un poco más de quince años y Nilda comenzó a formar parte de su vida convirtiéndose en su esposa. Al día de hoy, Raúl sigue cantándole esa canción. “Yo no hago regalos, pero estando en el Sur le compré una cajita musical con una bailarina. Me acordaba de ella y le traía regalos, pero todavía no teníamos nada. Siempre hubo algo y lo nuestro se despertó de forma repentina”, dijo el empresario calero.
Cabanay asegura que con Nilda comparte casi todo. “Si a la noche preparamos una comida es algo liviano y lo hacemos entre los dos. Si ella cocina yo hago un trago o pongo la mesa. Todo es muy compartido. Nos gusta estar juntos, nos buscamos permanentemente. Si hay que hacer compras, o me invita ella o la invito yo y vamos juntos. Si ella tiene que ir a ver a su madre que ya tiene 91 años, vamos juntos. Es una relación muy linda que tengo con Nilda, de más de 33 años, y siempre ha sido así. Hay mucho amor y respeto. En la pareja, el respeto y no ahogarse es muy importante. Compartimos todo porque queremos. Si algunos grupos de amigos me dicen que vamos a tal lado, lo hago. Lo mismo si ella tiene actividad académica o de amistad”, comentó.
Tres veces a la semana suena el despertador a las 6.30, los dos se levantan a entrenar y después toman un desayuno nutritivo. El mate lo dejan para el fin de semana cuando salen a pasear en auto y hacen el camino de los diques a 40 km de velocidad. El trabajo lo hace en la empresa y, algunos días, desde su casa. “Me ocupo de la salud porque es lo único que no se puede comprar. Igual yo no le temo a la muerte, sino cómo morir. No me gustaría tener una enfermedad larga. Ojalá que sea de un solo saque y que no me dé cuenta”, señaló el jachallero que es de dormir poco y mira partidos de fútbol sin importar qué equipo juegue.
Tiene dos nietas de parte de su hijo Germán “porque Pablo, mi otro hijo, todavía ni piensa y mi hija Aylen, que ya tiene 28 años, tiene un perro y dice que es el único nieto que vamos a tener. No soy un abuelo muy consentidor, ni tampoco de esos que les dejan a los nietos para que los cuiden”, comentó el hombre que, al ser abuelo, se cortó el pelo que se había dejado largo sacándose las ganas que no pudo siendo joven.
Dice que no se recrimina nada de lo que hizo y que su vida social, junto a Nilda, es muy intensa. “Nos sobran los afectos y es la mayor fortuna que tenemos. En vacaciones buscamos el mar porque nos atrapa a los dos. Desde hace casi 32 años vamos a la costa chilena, tanto en verano como en invierno. No me gustan los shoppings, prefiero salir a caminar a la orilla del mar o por la costanera”, describió el ingeniero de Minas.
¿Qué enoja a Raúl Cabanay? “Estoy pensando”, dijo, tras una pausa. “Soy medio obsesivo cuando tengo un problema. Hasta que no le encuentro solución me tiene intranquilo y ahí puede ser que mi carácter no sea el amable que suele ser. En esos momentos, trato de estar solo y me subo en el elíptic, o salgo a caminar”, señaló.
QUERER SER ALGUIEN
A los 54 años tomó la decisión, que no fue fácil, de no trabajar más. Es que, según él, ya tenía todo: una casa, el auto y sus afectos. Su vida es simple, nada de lujos. Raúl Cabanay siempre tuvo aspiraciones de estudiar porque “quería ser alguien”, pero no tenia idea en qué carrera inscribirse. Eligió Ingeniería de Minas, ingresando a la Facultad de Ingeniería de la UNSJ en el año 1972, porque un amigo, que fue su compañero en la escuela secundaria, acuñó la idea de ser ingenieros. “Me gustaba la Matemática, creía saber y me pegaron un cachetón de realidad. Mi Facultad fue dura y ahí rescaté los valores de mis padres. El tema del esfuerzo, de no decaer, de esforzarse y seguir. Porque estuve a punto de abandonar, pero mi orgullo personal y ese recuerdo del padre que se esforzaba para criarnos me hacían seguir adelante. Uno viene de pueblo chico con bases académicas muy bajas y había elegido una carrera técnica. Los dos primeros años fueron durísimos, pero a partir de ahí todo empezó a fluir de una manera más armónica. Fui ayudante de Cátedra, me gané una beca Jefferson Williams cuando ingresé a 3° año y con eso ya me alcanzaba para comprarme un paquetito de cigarrillos Jockey Club”, relató.
Cabanay estaba por rendir sus últimas dos materias en la Facultad y la empresa Minera Tea, de capitales argentinos, lo contrató para trabajar en Río Turbio y así, de paso, tenía tema para su trabajo final. “Llegué y casi al otro día me pusieron a cargo del mantenimiento de la mina de carbón. Con la fuerza ciclónica de la juventud me pasaba 16 horas laburando porque estaba en los tres turnos. Estuve cuatro años y medio ahí y en 1978 rendí las dos materias y después di mi tesis. Cuando se terminó el contrato me mandaron a Neuquén a trabajar la baritina petrolera. Ahí estuve otros cuatro años. Después, en 1986, la empresa quiso que me dedicara a las cales en San Juan”, detalló.
Transformarse en empresario fue circunstancial, no lo esperaba. Es que cuando Minera Tea fue vendida a fines del 2007 al grupo belga, Cabanay ya llevaba 32 años en la empresa y, como gerente, trabajaba con libertad de decisión. “Me sentí incómodo desde un primer momento y se los dije. Yo manejaba la producción y la empresa belga trataba de convencerme para que me quede. Era una sobredosis de responder emails, y yo les pedía tiempo para gestionar. Aguanté casi un año y me fui con la decisión de no trabajar más. No alcancé a renunciar y ya tenía propuestas, pero me iba negando. Empecé a asesorar a Caleras San Juan en el 2009 y Daniel Van Lierde, mi actual socio, me pidió que le haga una evaluación completa de su planta. Él me dijo que era su socio ideal porque yo era el que más sabía de cales en el país y me pidió hacerme cargo de la empresa dándome el 20% de las acciones. Le dije que no y me pidió que lo siga asesorando. Tres años después acepté, pero solo hasta que encontrara a un gerente general y terminé aceptando en el 2013″, comentó.
Este año, Cabanay cumple diez años portando el saco de empresario y sonriendo indicó que a sus hijos les dice que se retirará dentro de treinta años. El ingeniero de Minas es emotivo, “demasiado llorón” se califica. “Nunca me preocupé de controlar mis emociones, he dejado que fluyan”, dijo. Es innato en él querer ayudar. “Me da rabia y pena, por ejemplo, estar en un supermercado y que una señora anciana tenga que separar alimentos y dejarlos porque no le alcanzó el dinero”. Y su lugar en el mundo es San Juan: “siempre dije que acá me muero”.